lunes, 16 de julio de 2012

CONGRESOS DE MICROFICCION: ¿QUIÉN LE PONE EL CASCABEL A LOS CUENTOS?


Quién no ha practicado algún deporte durante su juventud con algún grupo de inseparables camaradas… Yo tenía el mío, y disfrutábamos retozando detrás de un balón. Dentro del grupo había estupendos jugadores, otros menos dotados, y una minoría que realmente era de madera. Diez años atrás, de visita en mi ciudad, coincidí con algunos de ellos en una cena. Resultó gracioso escuchar a los más pataduras del ayer, los más habladores: se adjudicaban prodigiosas hazañas deportivas en desmedro de los que habían convertido goles dignos de Maradona. Todos reíamos, nos dolía el estómago de tanto reír, y aquellos desmañados nos parecían tipos merecedores de nuestro más sincero cariño y simpatía (de hecho, lo eran). Aquella noche yo tenía treinta años. Quizás resulte superfluo señalar que para casi todos los niños del planeta, la figura del héroe está encarnada en su padre. Para mi hijo de seis años, naturalmente, soy más que Súperman y el Hombre Araña, más que Batman, más que Gardel… Ahora que vivo nuevamente en mi ciudad natal, coincido repetidamente con viejos miembros de esa ex pandilla futbolera. Días atrás, para mi cumpleaños número cuarenta, me regalé la dicha de juntarlos a casi todos para festejar en mi casa. Entre ellos venía X, un verdadero patadura. Nuevamente narró sus quiméricas hazañas deportivas, y de nuevo nos reímos. Y volvió a adjudicarse el gol de penal que nos proclamó campeones (por única vez, campeones) de un torneo barrial. Reí a carcajadas, pero al contemplar la cara de desconcierto de mi hijo, me quedé helado, y lo comprendí: mil veces, a pedido suyo, le había relatado cómo ejecuté ese penal, los nervios que sentía, el palpitar en las sienes, las ganas de correr, de volar, de abrazarme con el cielo cuando el balón tocó finalmente la red… Con andar silencioso fue a su habitación, sin que nadie más notara su desengaño. Por más que haya salido tras él para aclararle las cosas, sus ojos me mirarían por un largo tiempo, o por siempre, desde el cristal hiriente de la duda. ¿Qué había pasado? Los que antaño no brillaban, ahora emitían una llama enceguecedora. Los que habían hecho que otros duplicaran sus energías en el campo, ahora tenían el poder (con nuestro permiso) de acongojar la mente de quienes (inocentemente, simplemente) admiraban a los genuinos y esforzados conquistadores. ¿Por qué no desmentí a X delante de todos para bienestar de mi hijo? No lo contradije porque a lo largo de años y años lo escuchamos y nos reímos con sus invenciones, invenciones que, por otra parte, no le hacían daño a nadie, y jamás persiguieron el propósito de hacerlo. Los X eran, y son, buenas personas. Todos los X que nos rodean, o casi todos ellos, divierten muchísimo con sus estupideces. Busco en mi archivo de notas y leo: el diablo tiene cara de estúpido. No sé o no recuerdo de quién es la frase y tampoco recuerdo para qué la apunté. Cuánto hay de razón: el mundo derrama más lágrimas por imbecilidades que por actos malvados (léase historia universal de la guerra). Pero dejemos atrás el acontecimiento referido a mi hijo, pues me sigue amando y es lo que realmente importa… Ahora bien, ¿qué ocurre cuando los X pasan a ser una voz escuchada en ámbitos más trascendentales que los sillones de un salón para festejar mis cuarenta años? Nada bueno, les aseguro que nada bueno, puede resultar de esto. La ponencia de los X, en el terreno político, religioso, social, económico, cultural y artístico llega mucho, muchísimo más hondo que la de los estudiosos que se chamuscaron las pestañas descifrando libros sobre determinada materia. De pronto descubrimos que los X, más allá de su naturaleza desprovista de maldad, son capaces de causar una hecatombe más grande que la de cien gigantescos volcanes en plena erupción. Temblando, desde la cúspide de un volcán, me pregunto si alguna vez tendré otra oportunidad de contradecir valientemente, respetuosamente a algún X, cortarlo de raíz antes de que la lava candente llegue al río. A veces pienso que mi visión del mundo es tan trivial y simplona, tan elemental como la de cualquier X, y tal vez no soy otra cosa que uno de ellos, sin tomar conciencia… Como habrán notado, todo lo escrito hasta aquí no ha tenido nada que ver con el título de la entrada. Ergo, este texto es defectuoso, inadecuado, malo, flojo. Pero vamos, dichosamente todo el mundo tiene derecho a escribir, y todo el mundo tiene derecho a leer lo que se le venga en ganas. Afortunadamente, es imposible evitar que la gente escriba, o pinte, o toque el piano, o filme películas y haga programas de radio. La otra pregunta que me hago, desde el centro mismo de mi ser, de mi X, es si no es necesario que la gente erudita (que no es mi caso ni dios lo permita, con perdón de ita) se exprese y opine sobre esa libertad vital, razonable, sagrada y justiciera de pretendernos creadores de arte. Porque si los eruditos callan, entonces significa que es exactamente lo mismo contemplar el techo de la Capilla Sixtina que pararse frente a un retrete para siameses en el Museo del Prado (Sigue abajo) 


Alguien podrá decir, bailando sobre otro volcán, que es capaz de conmoverse más, mucho más, ante el inodoro para siameses que ante la Capilla Sixtina, y miles, millones experimentarán mariposas en el estómago contemplando el inodoro. Es verdadero arte, si así lo proclama un numeroso público, es y será arte. Es más, será arte bello y verdadero aunque así lo dictamine una única persona. Prosigamos… Ante esta bendita libertad que tengo de escribir, anodinamente, un breve ensayo en este blog, creo que alguien debería decir algo de José Ortega y Gasset, de Francisco Umbral, de Juan José Millás o Maruja Torres… decir algo sobre su formación intelectual, sus corajes y desvelos por llegar a la excelencia narrativa (algo me hace sospechar que no nacieron escribiendo tan espléndidamente bien)… Alguien debería dedicarle congresos enteros al sudor de Miguel Ángel (sin duda lo hicieron, pero no deberían dejar de hacerlo en cada pueblito del planeta), de lo contrario pintar la Capilla Sixtina sería lo mismo que ganar un campeonato mundial sobre quien se tira la flatulencia más estrepitosa. Más de una vez escribí algún texto que me pareció el mejor de todos los tiempos, y si no el mejor, al menos me colocaba a la misma altura de Borges. Pero tengo una voz interior que mucha veces me rescata, y esa misma voz me dijo: pero la reputísima madre, Orlando, esa igualación, ese empate, esa paridad de ingenio, talento y agudeza mental es del todo inmerecida para con el pobre Jorge Luis, un garrotazo indigno para alguien que no hizo otra cosa que buscar incansablemente la sabiduría, mientras que vos te pasas las veinticuatro horas tirado en la cama viendo partidos de futbol y programas donde cuentan chismes sobre los famosos. Convengamos en que hay libertades que son muy valiosas, y una de las mayores es el derecho a expresarse, y esto conlleva el derecho a expresarnos como artistas. De manera que todos podemos mezclar, alegremente, pinturas en un lienzo. En este nuevo siglo parece que es lo mismo un cantante que otro, un músico que otro, un texto que otro, Carmen y Lola Flores que Chenoa. En el fondo da la sensación de que todos tenemos un poco de artistas, porque todos (a través del canto, la poesía, un diario, una pintada en una pared, un microrrelato…) gozamos y ejercemos el derecho a expresar lo que sentimos. Recuerdo que en la pared de una calle de Toledo, con tiza, le escribí a una chica diciendo que la quería. No sé qué habría pensado Alfonso el sabio, que llevaba muchas horas de haberse ido a Sevilla. Lo dicho anteriormente conduciría a la sencilla ecuación de que el arte es igual a sentimientos, de que uno crea (de crear) a partir de un sentir. Y mi opinión es que no. NO. Hay poetas que le cantan a esos misterios sagrados que son el amor y las mujeres, y cuando abandonan su ordenador es para agarrar a patadas a su pobrecita esposa. El arte quizás, (quizás) no es sentimiento, sino estudio, técnica y una fina noción de aquello que será agradable para el receptor. Si tuvieron la amabilidad de leerme hasta este punto, hagamos un ejercicio mental: tenemos dos músicos, dos violinistas. Uno de los violines posee diez cuerdas, y el otro solamente una. Ambos son buenos músicos, pero el que debe enfrentarse a las diez cuerdas, necesariamente, irreparablemente, tendrá que poner en funcionamiento muchas áreas de su saber para crear algo sonoramente bello. Deberá valerse de ingenios que el otro músico no necesita. Deberá enfrentarse a escollos prácticos muy diferentes a los de su colega. Ambos entretuvieron al público. Algunos aplaudieron la música del primero, otros la del segundo. Unos se regocijaron con la música de naturaleza más trabajosa, y otros con la más sencilla de ejecutar. Lo mismo sucede con ciertos libros de microrrelatos. La cuestión es quién establece o diferencia aquello que es excepcional de aquello que no lo es tanto. Aquello que ha necesitado de un gran arresto intelectual de aquello que (da la impresión a veces) se resolvió en un rato libre. Es preocupante que quienes deben establecer ese contraste no se pongan manos a la obra, y se queden conformes con el viejo canon. Es injusto para con los que, en este preciso instante, persiguen lo óptimo y la perfección, lográndolo o no. El arte que conmueve el alma (no lo que yo malamente escribo), es, pienso, un fruto exquisito, pero al mismo tiempo indócil. Y solo cautivará a aquellas almas que tengan una constitución pluralista, cierto enramado que está a miles de kilómetros de las raíces de las almas más simples. Un alma simple no puede gozar de Borges. Y un alma compleja no puede gozar de textos que se escriben con aerosol en los baños públicos. ¿Será que los críticos no pueden (por falta de capacidad) dejar asentada esta diferencia? Ciertamente, tengo varios amigos en la crítica literaria, muchos de ellos provistos de gran lucidez, buen juicio y una rara clarividencia que no he conocido en otros. Quién soy yo para preguntarles por qué callan en ciertos asuntos…
Por supuesto que no faltará quien esgrima que existen obras de arte majestuosas, cuya naturaleza o trasfondo es de lo más sencillo. Esta afirmación es una falacia. En el corazón mismo de las cosas que parecen simples, como esta silla sobre la cual estamos sentados (hubo una época en que no existían las sillas) fluye un caudaloso río hecho de ingenio. Supongo que hoy en día resultaría muy engorroso realizar un nuevo canon del microrrelato. Y además no es garantía de nada. Todos sabemos que un canon, en cualquiera de sus vertientes, siempre es hijo de un contexto marcado por los favores, la amistad, la simpatía, los compromisos (me animaría a decir que el sexo, pero mejor ni lo escribo) y en última instancia por los méritos de las creaciones. Lo que debería hacerse es nutrir ese canon con una mayoría de obras satisfactorias, portadoras de virtudes propias. ¿Cuáles son las más decorosas? Aquellas que para ser disfrutadas precisan de un paladar exquisito del receptor, un paladar que se sitúa en la mente, y que por un don del cielo o por haberse cultivado, instruido, puede degustar ese alimento. Y este alimento, tan selecto, no puede nunca ser nutritivo para todos. Quizás la función de la crítica sea mejorar o acondicionar los paladares, se me ocurre, para que de un congreso todos salgan más gorditos de lo que entraron... (sigue...)

Culminando, si un artista persigue la perfección o no, es un asunto demasiado personal. Y si acaso la perfección, por estos tiempos, no puede ser alcanzada, si acaso es imposible crear una antología tan extraordinaria como la que hicieron Borges y Bioy Casares, los críticos deberían decirlo abiertamente. Pero también deberían referirse abiertamente a aquellos que, con armas nobles, golpean a las puertas de Alfonso el Sabio aunque nunca se las abran (todos, repito, todos, escondemos la aspiración de sentarnos en esa Corte). Pensemos, también, que no es fácil ser un crítico, porque si él reduce la lista de sus obras preferidas, del mismo modo se empequeñecerá el grupo de amigos y personas que lo quieren. Es disculpable, todos deseamos que nos quieran. Yo me imagino a un investigador o especialista en las primeras filas de un congreso. No le agrada lo que está leyendo el jubilado que viajó especialmente para eso (y de paso festejar sus bodas de oro en otro país). Codea a su pareja y le dice lo mucho que están sufriendo sus oídos. Pero resulta que en la cena de la noche, lo han ubicado justo al lado del buen anciano que leía. Es muy simpático, y su esposa sumamente cordial. Hablan de una futura antología y lo invita a participar. Qué tiene de malo, si es un buen hombre, y de todos los textos que le envíe, alguno rescatable habrá. La erudición no suele estar invitada a estas reuniones. ¿Qué pasa por la mente de la pareja del o la especialista? Esa mujer u hombre que lo/la ama e idolatra pensará: ¿será así de chapucero conmigo? Los silencios dicen mucho sobre nosotros. Yo prefiero el silencio de aquel que, habiendo cruzado nadando el mar de Bering, no dice nada cuando otros presumen, con el pecho inflado, de las cabriolas que hacen en la piscina municipal. Su amante lo mira y piensa: Este hombre (o mujer) sí que vale.
Sepan disculpar, pero ya es hora de mi programa de chismes favorito.

6 comentarios:

Esteban Dublín dijo...

Estimado Orlando:

Gracias por la reflexión. Tan, tan, pero tan necesaria.

Fabián Vique dijo...

Me sale repetir el refrán: la culpa no es del chancho sino del que le da de comer. Yo creo que es un rasgo de época, de facebookización de la vida cotidiana: las opciones son "me gusta" o “no vi tu muro”. El “no me gusta” no está, es impolite. Y es tan fácil ser indulgente, no cuesta nada. Un nadador de pileta hace alarde de su hazaña, ¿por qué ser descorteses y decirle que es sólo una pileta? Que se dé cuenta solo, o que en los Juegos Olímpicos no lo dejen participar porque no le dan las marcas.
En otras expresiones artísticas hay cascabeleadores oficiales: la academia, la crítica, el mercado. La obra de un novelista es “reconocida” porque la incluyen en el programa de la UBA o de Harvard o porque el diario La Perinola le hizo un comentario elogioso, o porque trepó a la lista de Best Sellers (no siempre los libros son acariciados por estos tres jueces, pero uno solo basta para sanarlo).
En la microficción no hay quien cascabelee. El mercado no puede hacerlo porque las ediciones prácticamente no existen. No habiendo mercado no hay crítica, porque es un género que se suele practicar sobre los caballeros existentes. Y la Academia no pone el ojo ahí, quizá porque la mesa de libros publicados lo abruma como para andar indagando en menesteres marginales. Los pocos académicos que se ocupan del género prefieren ensayar caracterizaciones de rubro y panegíricos sobre Borges y Monterroso que les permitan colar una ponencia en los congresos y ganarse unos viáticos y una línea en el CV. Y si nos ven a nosotros en los pasillos de una universidad, nos acarician el lomo, nos invitan a tomar un café y nos pregunta cómo anda de salud de nuestra mamá, no sea cosa que nos pongamos pesados.
La polémica no es amiga de la postmodernidad, estamos en la era de la paz y el amor, el hippismo ha triunfado y todos nos adoramos.
El problema no es X, el problema es que somos invisibles y a nadie le parece necesario cascabelear. Somos pocos, quizá nuestros textos son malísimos y no damos el piné para que los cascabeleros vengan con el cascabel. Mientras tanto, leamos y escribamos, la prepotencia de trabajo sigue siendo un grito de batalla. Y a la noche festejemos los cumpleaños y en un aparte, tomando un fernet en el balcón, hablemos bajito de X y su récord municipal, riámonos de X, con el amor que embadurna nuestra época y porque nosotros somos todavía equis que se cruzan en los arrabales de la literatura. Un abrazo enorme.

Nic dijo...

Escabroso el asunto: por una parte, delegar a los especialistas la validación de esos esfuerzos creativos implica marginar la opinión de nosotros, los humanos de a pie. Por otra parte, la universalidad del arte es una tomada de pelo.
El mayor peligro parece estar en aferrarse a una verdad y creerla inamovible, absoluta, tanto en el ámbito de la ficción (noción cada vez más difusa) como en otros terrenos del ingenio. Porque el autor puede tener cierta intención al "crear", pero una vez que da a conocer su obra ésta deja de pertenecerle y cualquiera que acceda a ella la usará, interpretará o desechará como le venga en gana. Hay que seguir rumiando esta demoledora anécdota y las reflexiones derivadas de ella.

Guillermo Castillo dijo...

Los X como tú los llamas existen, son de carne y huesos; predican y no practican. Aunque saben de dónde vienen, siempre quieren pasar por encima de dos demás. Sus tácticas y estrategias son siempre las mismas: poner sus suelas en la cara de los demás.
Son seudo-democráticos, pululan por la libertad... por eso y mucho más son inofensivos, pero hay que tenerlos siempre delante porque son traicioneros.

Anónimo dijo...

Sin dudas, vos estás exquisitamente chiflado y por eso sos capaz de escribir semejante horripilante crítica que mezcla fútbol, arte, literatura y ecuaciones matemáticas y otros delirios para relatar una verdad absoluta. Te recontra mil felicito por decirlo.
Debo agregar que el comentario de Vique ( otro chiflado), no se queda atrás. Los aplaudo y que los X me disparen ( me la banco)
Abrazo

Orlando Romano dijo...

Creo que un poco chiflado hay que estar para sentarse a escribir un texto semejante en vez de acostarse a ver la TV. Lo único que me garantizò fue un cansancio a la altura del cuello y algunos enemigos anónimos. Pero bueno, ojalà mi chifladura fuese la de Da Vinci, la de Einstein, la de Miguel Angel... No lo es... Luego de leer y releer esta minucia que escribì hace tiempo,llego a una inesperada conclusiòn: hubo un tiempo en que algo entendìa o creía entender sobre textos breves, hoy no los entiendo, no los sè leer y mucho menos escribir. Y la verdad es que no me importa.

Gracias Esteban, Fabián, Nicanor, Guille y Caro por arriesgarse.