sábado, 23 de julio de 2022

ZORRITO

 

 

Martha, la veterinaria del pueblo, cierto día se vio en la obligación de viajar a la

 ciudad para comprar varios artículos que necesitaba en su consultorio. Y

 aprovecharía el largo viaje para visitar unos parientes que llevaba mucho tiempo sin ver.

     ─Tendrán que quedarse unos días con su tío Alberto ─les informó a sus dos pequeños hijos, Mateo y Sara.

     ─¿Acaso no están disgustados, mamá? La última vez que fuimos a visitarlo, a su cabaña del bosque, apenas si se hablaron.

     ─Las personas somos diferentes. Ustedes tienen una madre que ama a los animales. En cambio, Alberto parece no simpatizar mucho con ellos.

     ─Qué extraño ─susurró Mateo.

     ─Yo, niños, creo tener la explicación.

     ─¿Sí? Anda. Cuenta, mamá ─pidió Sara.

     ─Como saben, yo de pequeña vivía con mis padres en la cabaña del bosque. Una noche olvidé cerrar la portezuela donde vivía Don conejo, la mascota de mi hermano, y con tanta mala suerte que se escapó. Su tío lo quería muchísimo. Se puso muy, muy triste, y creo que jamás me lo perdonó. Desde entonces se muestra distante conmigo.

     ─¿Y nunca logró encontrarlo? ─preguntó Mateo.

     ─Nunca. Y desde ese momento no quiere tener ni cerca a ningún animal. Jamás entendí eso.

     Al día siguiente llegaron a la cabaña. El tío los recibió y dijo que se ocuparía de cuidarlos con mucho gusto, pero apenas intercambió un saludo de cortesía con Martha.

    Desde el comienzo, los pequeños se la pasaron súper entretenidos en reconstruir la casita del árbol, una que había hecho su madre de niña, y ahora lucía bastante descuidada. Después de unas horas la dejaron como nueva.

    Luego, paseando junto a un río, oyeron un llanto extraño. Qué sorpresa se llevaron. Se trataba de un cachorro de zorro. Era muy pequeño y tenía una patita lastimada. Al verlos trató de escapar, pero el dolor le impidió ir demasiado lejos. Lo alcanzaron cuando trataba de meterse en el hueco de una roca. Mateo lo envolvió en su playera y lo cargaron hasta la casa del árbol. Ese sería su refugio mientras sanara del todo.

     ─El tío odia a los animales. Cuando se entere… ─pensó Sara en voz alta.

     ─Sé que está mal, pero no le diremos nada ─dijo Mateo.

     ─Tienes razón. Sería peligroso para el zorrito que lo regresen al bosque así de lastimado.

     ─Podrían comérselo las hormigas, o alguna lechuza.

     Más tarde, a escondidas de su tío, le llevaron leche y panecillos, pero el cachorro no probó bocado y lloraba sin parar. Al revisarlo, advirtieron que tenía la pata infectada con diminutos gusanos. Era un caso de suma urgencia. No les quedó más opción que llevarlo rápidamente a la cabaña y esperar a que don Alberto le diera auxilio.

     ─Ustedes cenen y vayan a dormir. Ya veré que hago con este animal ─dijo arrugando el ceño.

    ─El tío parecía enfadado ─se afligía Sara.

    ─¿Crees que lo arrojará al bosque?

    ─Jamás se lo perdonaría.

    ─Ni yo.

     Despertaron apenas asomó el sol. Se sentían muy ansiosos por saber del animalito. Presurosamente fueron a la galería del patio, donde su tío desayunaba. Les habló antes de que preguntasen algo:

      ─En una semana estará como nuevo. Afortunadamente, no era tan grave.

     ─¿Dónde está? Queremos verlo ─saltaban de alegría.

     ─En una caja de cartón, junto a mi cama.

     ─Mamá dijo que no te agradaban los animales ─comentó Mateo, encogiéndose de hombros.

     Alberto soltó una carcajada.

     ─Que no tenga ninguno, no significa eso.

     ─También dijo que, por su culpa, se escapó tu mascota: Don conejo.

     ─No se escapó, para ser franco. Se lo llevó un animal salvaje.

     ─¿Qué animal tan malvado haría eso? ─protestó Sara.

     ─Un zorro. Sus huellas son inconfundibles.

     Los niños se miraron sorprendidos.

     ─Y a pesar de todo curaste a este cachorro ─Mateo casi no podía creerlo.

     ─Supongo que, si a las personas no hay que juzgarlas sin conocerlas bien, tampoco a los animales, ¿no?

     ─Mamá nunca nos contó esa parte.

     ─Porque nunca supo toda la verdad. Diciéndoselo, yo no ganaba nada.

     ─Ahora entendemos que no tengas mascotas aquí, tío.

     ─Los animales son parte de cada familia. Siempre tuve miedo de tener que pasar otra vez por algo igual.

     Finalmente, un sábado a la tarde, Martha regresó a recoger a los niños. Ellos le hablaron del animalito y también le contaron toda la verdad: el tío Alberto amaba a los animales, y nunca volvió a tener mascotas por miedo a perderlas y sufrir nuevamente. Y al enterarse cómo desapareció aquel conejo, Martha se tomó la cabeza con ambas manos.

     ─Me ocultó todo para que no me sintiese peor. Y todos estos años creyendo que mi hermano ya no me quería.

     ─Pensaste que él estaba molesto contigo ─dijo Sara.

     ─Y él, viéndote distante, tal vez creyó que eras tú la que no lo quería como antes ─añadió Mateo.

         Martha corrió hacia el interior de la cabaña, donde encontró a su hermano acariciando tiernamente al cachorro.

     ─Hola, Alberto ¿Tu nuevo amiguito?

     Él la miró con una enorme sonrisa, antes de decir:

     ─Tengo muchas ganas de que se quede conmigo, pero debe volver con los de su especie.

     ─Los animales tienen memoria y son muy agradecidos. Apuesto a que volverá a visitarte ─le aseguró Martha.

     Mientras los dos hermanos volvían a abrazarse luego de mucho tiempo, el zorrito daba graciosos giros alrededor sin dejar de mover el rabo.

lunes, 9 de enero de 2017

CRONICAS DE MIS PUTAS URBANAS (El jugador de ajedrez) VICEVERSA MAGAZINE - NEW YORK

La historia me fue contada por Enrique Mozert, un viejo maestro de ajedrez que conocí hace una pila de años en un cafetín de Buenos Aires mientras jugaba ─por dinero─ con sus alumnos menos avanzados. Era un personaje graciosísimo al que se le caían las historias más disparatadas de los bolsillos, casi todas vinculadas al mundo de los trebejos. La única vez que lo vi con un semblante muy serio, e incluso triste, fue cuando me habló de Federico Klavenpach. El párrafo que sigue es la transcripción de lo que le dijo al viejo Mozert la madre de Klavenpach, cuando llegó a Buenos Aires con la misión de llevarse el cadáver de su hijo: «Cómo explicárselo, a ver… Fede era uno de esos muchachitos que no tienen un solo pensamiento malo en la cabeza. Desde pequeño lo veía muy inocente comparándolo con chicos de su misma edad. Siempre temí por él. Tal vez, al no contar con un padre, lo sobreprotegí y lo hice débil, pero el corazón de una madre sabe cuándo puede perder a un hijo en cualquier momento, por la simple razón de que el mundo es un sitio demasiado duro para muchachos así» La otra transcripción pertenece a la voz de Consuelo Vargas quien, ya vieja, frecuentaba el jardín botánico (hasta su internación, acudió allí cada sábado por la tarde), donde se juntaban varios grupos de jubilados a jugar dominó, cartas, damas y ajedrez: «En sus ojos pude ver que él era muy diferente de todos esos tipos que me observaban como si fuesen hienas nocturnas y babosas. Me dio la sensación de ser un osito panda extraviado en una jungla que pedía compañía y protección. Sus ojos irradiaban una luz, una bondad, una ternura escondidas que sólo una puta podía descubrir al primer golpe de vista». Las razones de su suicidio están explicadas en una carta, que le deja a su madre, fechada un día del mes de junio de 1970: “tuve deseos de matar. He dejado de ser bueno, he dejado de reír”. Oscar Wilde decía: si quieres arruinarle la vida a un hombre, enséñale a jugar ajedrez. Pienso (porque lo he visto) que se refería a que se convierte en una obsesión tal que ya no se piensa en otra cosa, y que a partir de ese juego, se puede pasar a otros, donde priman las apuestas y todo lo malo que eso conlleva. En cuanto a la relación de Federico Klavenpach con este juego, aprendió solo. Era un excelente jugador. A sus catorce años ya había estudiado y memorizado los conceptos ajedrecísticos de cuanto libro podía conseguir (que no eran tantos, pero sí los fundamentales y más avanzados). Por aquel entonces, en su provincia natal, Santa Fe, eran muy pocos los rivales que le oponían cierta resistencia. En su pueblo trabajó muchos años como cadete de un pequeño supermercado, pero mientras tanto, en silencio y pacientemente, iba dándole vida al libro que lo sacaría a él y a su madre de una pobreza moderada: un volumen con 365 problemas de ajedrez, que consistían en dar jaque mate en dos, tres o cuatro jugadas. Una mañana de junio, cuando contaba los veinte años (era muy alto, y aparentaba más por su barba), la radio le dio la noticia de que en la capital del país se desarrollaría un torneo de alto nivel, con premios importantes, donde intervendrían grandes maestros que él admiraba y estudiaba. Se hablaba de la posible visita del inigualable genio Bobby Fischer, cuyo carácter terrible hacía imposible confirmar su participación. Incluso habría un par de becas para perfeccionarse en Cuba y Barcelona. Era la oportunidad que esperó siempre, el sueño que esperó siempre. Su patrón ─un anciano que lo apreciaba casi como a un pariente─ accedió a que se ausentara por diez días, y hasta le adelantó tres meses de sueldo para que pudiera moverse con cierta tranquilidad. Llegó a Buenos Aires tres días antes del torneo, el tiempo suficiente para buscar alojamiento, aclimatarse a la gran ciudad y concentrar su mente en una sola dirección: el rey enemigo. Una de esas noches previas a la competencia, tras largas horas de estar frente a su tablero, salió a la calle para distenderse, comer algo liviano y que el aire fresco le calmara un brutal dolor en las sienes. La escena fue más o menos así: El muchacho entra a un viejo bar del barrio de Balvanera y se acomoda en un extremo de la barra: saluda al camarero, pide un tostado y una taza de leche tibia. En una mesa del fondo, junto a un extenso ventanal, Enrique Mozert imparte conceptos básicos a un nuevo alumno. Una mujer que quita el aliento observa al recién llegado desde el extremo más iluminado del salón. Luce una polera roja, bien comprimida, y un abrigo negro, grueso, recortado en las rodillas. Incluso bajo la ropa invernal se adivina un cuerpo fascinante. Klavenpach se percata de la situación, ella sonríe (sabe cómo y cuándo sonreír, y también sabe observar, como toda mujer, pero ella aún más) y desvía la mirada hacia la calle Sarandí. Federico se convence de que una mujer así jamás podría reparar en él, entonces elige distraerse escuchando la alegre conversación de los mozos en la cocina, luego se entretiene en contemplar las etiquetas de los wiskies. Algo lo inquieta, como un presagio, y necesita moverse. Decide ir al baño. Pasa junto a la mujer. Se miran por una larga décima de segundo. Él se pone rojo, porque ella ha dejado caer los párpados de una forma sobrehumana. Se convence de que esa paloma de la noche tomó unos tragos de más, y que debe estar esperando a alguien, también piensa que es de mala educación mirar a una mujer sosteniéndole la mirada. Cinco minutos después vuelve junto a la barra, luchando contra el deseo de contemplarla por última vez. Da un sorbo a la taza de leche, paga y sale del bar, y detrás suyo viaja un sonido que pocas veces se escucha en su pueblo con calles de tierra: la melodía de unos tacones presurosos que quieren alcanzarlo. ─¿Me convidaría fuego, señorito? Federico tartamudea, está sofocado: no fumo, señora. Ella dice que no importa, que al contrario, le hace un favor a su salud. Guardando su cigarro en el paquete comenta, en un suspiro resignado y con sabor a martini, que no imaginó que ya era tan tarde, y que le llevará un largo rato conseguir un taxi. La naturaleza de Klavenpach le impide cazar la indirecta. ─¿Sería mucho atrevimiento pedirle que me acompañe hasta conseguir que pare uno? Pero qué mal educada soy, me presento: soy Consuelo Vargas. Y llega el instante fatídico: lo besa en la mejilla, quizá sin saber el tsunami de átomos que está por desatar dentro del corazón de ese muchacho largo y barbiespeso con cara de niño. Y ese tsunami está a punto de tragarlo cuando ella le susurra al oído que la noche se presta para un chocolate caliente antes de irse a dormir. Quince minutos más tarde, en otro bar, mientras bebe un Martini tras otro y fuma unos cigarros baratos, Consuelo le ruega para que él le cuente historias de su pueblo, esa vida pueblerina que a ella, de pronto, le encantaría poder vivir. A las tres de la madrugada Federico ya estaba perdido de amor por ella, como perdida estaba su virginidad. Le habló apasionadamente de sus proyectos: lograr un buen desempeño en el torneo, viajar a Cuba o Barcelona, mudarse algún día a Buenos Aires y dar clases de ajedrez en los colegios, también algunas conferencias. Tal vez escribir en la columna de algún periódico. Sus trabajos serían publicados allí, pagaban bien, había leído. Podía ser discretamente famoso, le dijo, aunque él mucho no creía en que la felicidad se encontraba en la fama que fuese. Ella, que no creía en nada ni en nadie, le creyó a aquel muchacho que destilaba inocencia, le creyó todo, incluso que la sacaría de la calle. Consuelo Vargas estuvo presente en la inauguración y en las primeras tres jornadas del torneo en el Club Torres Negras. Klavenpach ganó las tres primeras rondas casi sin esfuerzo. Jugar estando enamorado lo potenciaba. Ni siquiera se molestó en averiguar a quién enfrentaba en la cuarta ronda del cuarto día, pero al ver las luces de los flashes y ese bombardeo que se abría paso entre una multitud de curiosos y aficionados supo que se trataba del inigualable Bobby Fischer. Mozert cuenta que la partida fue durísima y pareja hasta la movida veinte, momento en que Federico abandonó su silla (en los relojes el tiempo sobraba) para ir a refrescarse la cara en el toilete. Los presentes lo felicitaban al pasar, por el gran papel que estaba desempeñando. Pero también sintió un comentario burlón e hiriente a sus espaldas: “acaba de perder la dama”. Sus ojos buscaron a Consuelo por cada rincón del Club, hasta que una secretaria con aspecto de boba le dijo que la persona por la que él preguntaba acababa de marcharse con el presidente de la entidad. Como el reloj corría y él sin aparecer, Enrique Mozert fue en su búsqueda. Estaba en la acera, boquiabierto, atontado bajo la lluvia, como de piedra. Los socios del Club le consiguieron una camisa, un pantalón, y a los empujones lo devolvieron al salón de juego. Tenía la mirada perdida cuando regresó a su asiento; tanto, que el mismo Bobby le preguntó, en inglés, si se sentía bien. Federico, con la mente llena de ruidos y de imágenes asfixiantes, mudo, hizo una jugada cualquiera: perdió la dama. Se fue sin siquiera saludar a quien había venerado desde siempre. Mozert pudo averiguar que (antes del torneo) ofreció su libro inédito a un par de editores y se le rieron: los problemas ya habían sido recreados por otros, sino todos, sí el noventa por ciento. Lo acompañaba Consuelo Vargas en aquel momento de decepción donde todo el futuro parecía estar en juego. Había llovido toda la noche, y seguía lloviendo aquella mañana de junio cuando lo encontraron en el Parque Centenario. Se había cortado las venas. En el respaldo de la cama del hospedaje dejó tallada una dama, y las iniciales C.V. Su madre le pidió a Mozert que se quedara con su tablero. Mozert lo atesoró en la vitrina de vidrio de su sala de estar. La posición de las piezas recreaba la partida de Klavenpach contra Bobby Fischer hasta la movida veinte. “Era tablas. Era empate por donde se lo mire”, solía repetir el viejo maestro a quien quisiera escuchar la historia. También me contó que Consuelo Vargas, antes de ser internada en un psiquiátrico, le dijo que ni antes de aquel muchacho, ni después de él, la habían besado de verdad.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

LA SEÑORITA LOUANE (CRÓNICAS URBANAS, VICEVERZA MAGAZINE, NEW YORK)

Todos los recuerdos tienen un destino: vienen a nosotros para algo. La señorita Louane ocupaba el cuarto más elevado, más pequeño y más perdido de aquella vieja casa para huéspedes de Talavera de la Reina (una especie de altillo pensado para trastos sin uso). Se la veía poco, o al menos yo la veía poco. Apenas utilizaba la cocina y el toilette (compartidos por todos los inquilinos). Me intrigaba la señorita Louane. Me intrigaba, sobre todo, ese aire de refinada aristócrata venida a menos. No era fea ni linda, usaba largos vestidos, negros, marrones o grises (pulcros y bien planchados), llevaba el cabello largo en un rodete color ceniza y zapatos con suela de goma (quizá para pasar desapercibida). Tenía unos enormes ojos verdes, como lunas verdes que sonreían pero, a la vez, contrastaban con su semblante serio que invitaba a no buscar conversación. No se detenía demasiado a charlar con nadie, apenas intercambiaba saludos de cortesía o breves comentarios sin importancia de la vida cotidiana; desde el principio la vi como fuera de aquel sitio, pensando en cosas que se hallaban a kilómetros de allí. Sólo un par de veces la vi sonreír; en la primera, yo llevaba un plato con tostadas a la mesa cuando pisé unas gotas de aceite con el talón: los enormes esfuerzos que hice para no caer y que tampoco cayeran las tostadas, sin duda tuvieron que resultarle divertidísimos. De pie junta a la puerta, reprimió una risita con la mano y desapareció por el corredor. Edgar, un joven estudiante peruano de medicina, me dijo que la señorita Louane era modista y escritora. También que era francesa y que llevaba mucho tiempo allí y que nadie le conocía familia ni amigos, y que con el tiempo me acostumbraría al repiqueteo de su máquina de escribir durante las noches. «Ella está esperando que una gran editorial la descubra», dijo Edgar aquella vez, alargando su cara redonda hacia mí, tiñendo la frase con un retintín. Una noche cercana a Navidad, en que la casa estaba desierta de huéspedes, la encontré (creyéndose sola) mirando la televisión en la sala de las visitas. Jamás advirtió mi presencia. Echaban un documental sobre Virginia Woolf. Unas letras blancas y grandes ascendían por la pantalla con suma lentitud: Parecen ustedes considerar que los escritores están hechos de una pasta distinta de la suya; que saben más sobre los hombres de lo que ustedes saben. Nunca hubo un error más fatal. Es esta humildad de su parte, estos aires de grandeza de la nuestra, lo que corrompe y castra los libros… Recostada, reconcentrada, quieta como una letra, la estudié unos segundos: su piel era sorprendentemente pálida, huérfana de cosméticos. No sé si fueron las cervezas y el desvelo, pero la encontré linda, y hasta le adiviné secretos eróticos. Di unos pasos hacia atrás, tosí, e hice como que recién llegaba. Se incorporó del sillón con electricidad felina, y me miró con sus dos lunas verdes y sobresaltadas. Me disculpé. Dijo que no era nada, se sentó y volvió sus ojos a la pantalla, algo incómoda, mordisqueándose la yema del dedo pulgar (un tic que más adelante tendrá sentido y significado). En situaciones así es indispensable decir algo; comenté que en ese canal yo había visto hacía poco un documental sobre Bram Stoker (en ese instante reparé en la copa vacía y en la botella de vino escarlata a medio terminar sobre la mesita). Como no dijo nada, añadí que me resultaba algo sumamente curioso que, en la literatura, los personajes malvados resulten más fascinantes que los buenos, y que tal vez nos interesaba su naturaleza, el saber cómo eran, para poder defendernos de su maldad. Entonces la señorita Louane, en un tono de abuela buena y joven, me preguntó si yo conocía a alguien que escribiera. Dudé. Responder que yo escribía y que incluso había publicado un par de libros me resultó inconveniente y presuntuoso, no sé por qué; opté por el halago: “claro que conozco a alguien; a usted”. Meneó la cabeza, sin enfado, pero tampoco complacida. «¿Y qué más le contaron nuestros vecinos? Tal vez que participé en algunos concursos y jamás gané uno, o que envié docenas de historias al New Yorker y nunca las publicaron». Esta fue la segunda vez que la vi sonreír. «Tales circunstancias no me desalientan. Es señal de que debo seguir aprendiendo. Por algo usted y yo no conocemos a nadie que escriba. Publicar un libro no es como jugar a los naipes, ¿no cree?». Comprendí, arrepentido, que era tarde para desdecirme. Bostezó, se puso de pie desarrugándose la falda. Le agradecí que hablara conmigo, haciéndole notar que era una persona más bien callada. «Creo que soy más útil viendo y escuchando», y escribiendo, añadí yo. «Y espero que publicando, algún día», dijo, apagó el televisor y se despidió antes de que alcanzase a pedirle algo suyo para leer. Fue la última vez que la vi. Por razones de trabajo tuve que regresar a Buenos Aires. Varios años después, seis o siete, cuando volví a Talavera de la Reina, la curiosidad me llevó nuevamente hasta la Avenida del Príncipe Felipe número 94 y toqué el timbre. La encargada no me reconoció; pude mentir que yo era el hijo de una clienta de la señorita Louane; me informó que había fallecido durante el invierno del año anterior, y se quejó de toda la humedad que se había juntado en aquel cuarto repleto de libros y papeles inservibles de los que tuvieron que deshacerse de la manera más fácil: el fuego. Pienso que mi cara debió ser de espanto, porque al instante se justificó diciendo que no había dónde ubicar todo aquello, que sólo juntaría ratas y cucarachas. Todos los recuerdos tienen un destino: vienen a nosotros para algo. En mayo de este año, en una renombrada librería de Buenos Aires, una muchacha -con todo el aire de una Marilyn Monroe morena- se acercó casi en puntas de pie a un viejo y reconocido escritor (al que yo debía entrevistar tras la presentación de su última novela). Nerviosa, emocionada, le pidió algunos consejos para convertirse, ella también, en una escritora “profesional” algún día. Él le sugirió algo que, no por ser sabido, deja de ser la verdad más grande: leer mucho y escribir mucho. Esta Marilyn porteña le dejó saber que esas dos tareas las realizaba meticulosamente, pero que su ambición era publicar (con una editorial más o menos grande, de las que pagan). Él le explicó que eso es ya más complicado, también le recordó que muchos grandes escritores pagaron para publicar sus primeros libros. El silencio de la muchacha fue también una pregunta: ¿Y usted, cómo lo hizo? El mudo interrogante flotó por unos segundos entre ambos, hasta que el viejo sabio murmuró, con un cariz de suficiencia disfrazada de auténtica revelación: a mí me vinieron a buscar. Le faltó agregar: por mi inigualable talento. Nunca, hasta ahora, me puse a meditar en la cantidad de veces que había escuchado esa misma frase. Con mis motivos apretándome los dientes, salté a la Avenida Santa Fe sin realizar aquella entrevista. Caminé un par de cuadras, fumando, recordando a la señorita Louane. Eran como las diez de la noche cuando, en la acera del frente, descubrí a Marilyn, como hipnotizada ante la vidriera luminosa de una librería (acaso soñaba con su nombre impreso). Crucé la calle sin saber para qué. Luego lo supe, cuando la tuve a unos pocos metros lo supe. Le diría que a ningún escritor lo van a buscar a su casa para publicarle sus primeras obras, aunque sea un genio, ni a su casa ni a la cola del supermercado ni al bar donde beben (las editoriales están hechas para ganar dinero, no para cambiar la historia de la literatura, lo que no está nada mal). Que ninguno de ellos tiene la fórmula de la Coca Cola, ni sabe dónde estuvo la Atlántida y mucho menos lo que sucede en el Triángulo de las Bermudas, aunque actúen como si lo supiesen. Me sentía con las agallas suficientes como para invitarle un café y hasta de hablarle de la señorita Louane, y entonces le aconsejaría –paternal- que no pierda su tiempo ni su vida esperando que la vayan a buscar, que cada escritor hace su camino como puede, construye su éxito (lo que sea el éxito) de una manera diferente: un golpe de suerte, una recomendación, un buen contacto, ser perseverante, no desistir nunca, construir amistades que puedan ayudar, ir tras un agente literario de los auténticos… Y con mucho énfasis le aseguraría que sólo a los conductores de televisión van a buscar para publicarles un primer libro, o a los deportistas exitosos e imberbes youtubistas, y que si a ella le tocan el timbre alguna vez, será cuando ya no lo necesite ni le interese. Mientras me acercaba a Marilyn pensé en el tendal de escritores frustrados que había dejado esa frase: a mí me vinieron a buscar. Cuando estuve a su lado fingí mirar los libros con interés. En cierto momento nuestros ojos se encontraron en el nítido reflejo de la vidriera; los suyos eran marrones, pero debido a la colisión con las luminarias ahora me devolvían una mirada verde, algo melancólica (tristeza a fuerza de esperar). No atiné a decir nada. Literalmente, me petrifiqué. Empezó a soplar un viento helado que nos alborotó los cabellos. Necesitaba moverme. Saqué el viejo zippo de mi abuelo y cubrí la llama haciendo un hueco con una mano. Di un par de pitadas desganadas, automáticas. Giré mi cabeza y observé que Marilyn mordisqueaba la yema de su dedo pulgar. Lo que siguió fue verla alejarse por la espaciosa avenida Santa Fe, entre bocinas de automóviles y luminosas marquesinas, con andar lerdo, desenfadado y paciente… Penélope moderna en busca de su propia Odisea.

domingo, 30 de octubre de 2016

LOS HOMBRES TRISTES


Los hombres tristes sólo gozan de dos momentos de felicidad: cuando son niños, y cuando mueren. Por eso muchos hombres tristes son poetas, y escriben poemas que hablan de la infancia, que hablan de la muerte.

viernes, 23 de septiembre de 2016

Palabras para un hijo que no para de crecer


Antes de luchar por un sueño debes saber tres cosas: para nadie es importante, sólo para vos; estarás arriesgándolo todo, pero los demás pensarán que son pequeñeces, tonterías, y si logras alcanzar tu meta, todos dirán que siempre creyeron en vos.

Palabras para un hijo que empieza a crecer


Para alcanzar lo que se quiere muchas veces es necesario dejar de perseguirlo, hacer pausas o incluso retroceder. Y luego seguir adelante. Perseguir un sueño, sin pausa y sin respiro, puede hacer que un hombre se vuelva loco.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

RECUERDOS

No se puede modificar el pasado, pero sí los recuerdos. Mi mayor esfuerzo siempre fue recrear en mi memoria la imagen de mi padre como un hombre protector, compañero, sabio y exitoso, que me quiso mucho.

ARRIESGARSE

La mayor parte de las personas pueden pasar toda su existencia viviendo en una isla, soportando privaciones de toda clase y disfrutando de las mismas pequeñas alegrías que de tan repetidas se disfrutan cada vez menos. Y cada tanto ocurre que uno de ellos decide buscar otro horizonte, saltar al mar. Entonces el resto permanece en la orilla boquiabierto, sintiendo que ese que se aleja es un traidor, e incluso un cobarde.

martes, 13 de septiembre de 2016