Martha, la veterinaria del pueblo, cierto día se vio en la obligación de viajar a la
ciudad para comprar varios artículos que necesitaba en su consultorio. Y
aprovecharía el largo viaje para visitar unos parientes que llevaba mucho tiempo sin ver.
─Tendrán
que quedarse unos días con su tío Alberto ─les informó a sus dos pequeños
hijos, Mateo y Sara.
─¿Acaso no
están disgustados, mamá? La última vez que fuimos a visitarlo, a su cabaña del
bosque, apenas si se hablaron.
─Las
personas somos diferentes. Ustedes tienen una madre que ama a los animales. En
cambio, Alberto parece no simpatizar mucho con ellos.
─Qué
extraño ─susurró Mateo.
─Yo, niños,
creo tener la explicación.
─¿Sí? Anda.
Cuenta, mamá ─pidió Sara.
─Como
saben, yo de pequeña vivía con mis padres en la cabaña del bosque. Una noche
olvidé cerrar la portezuela donde vivía Don conejo, la mascota de mi hermano, y
con tanta mala suerte que se escapó. Su tío lo quería muchísimo. Se puso muy,
muy triste, y creo que jamás me lo perdonó. Desde entonces se muestra distante
conmigo.
─¿Y nunca
logró encontrarlo? ─preguntó Mateo.
─Nunca. Y
desde ese momento no quiere tener ni cerca a ningún animal. Jamás entendí eso.
Al día
siguiente llegaron a la cabaña. El tío los recibió y dijo que se ocuparía de
cuidarlos con mucho gusto, pero apenas intercambió un saludo de cortesía con Martha.
Desde el
comienzo, los pequeños se la pasaron súper entretenidos en reconstruir la
casita del árbol, una que había hecho su madre de niña, y ahora lucía bastante
descuidada. Después de unas horas la dejaron como nueva.
Luego,
paseando junto a un río, oyeron un llanto extraño. Qué sorpresa se llevaron. Se
trataba de un cachorro de zorro. Era muy pequeño y tenía una patita lastimada.
Al verlos trató de escapar, pero el dolor le impidió ir demasiado lejos. Lo
alcanzaron cuando trataba de meterse en el hueco de una roca. Mateo lo envolvió
en su playera y lo cargaron hasta la casa del árbol. Ese sería su refugio
mientras sanara del todo.
─El tío
odia a los animales. Cuando se entere… ─pensó Sara en voz alta.
─Sé que está
mal, pero no le diremos nada ─dijo Mateo.
─Tienes
razón. Sería peligroso para el zorrito que lo regresen al bosque así de
lastimado.
─Podrían
comérselo las hormigas, o alguna lechuza.
Más tarde,
a escondidas de su tío, le llevaron leche y panecillos, pero el cachorro no
probó bocado y lloraba sin parar. Al revisarlo, advirtieron que tenía la pata
infectada con diminutos gusanos. Era un caso de suma urgencia. No les quedó más
opción que llevarlo rápidamente a la cabaña y esperar a que don Alberto le
diera auxilio.
─Ustedes
cenen y vayan a dormir. Ya veré que hago con este animal ─dijo arrugando el
ceño.
─El tío parecía
enfadado ─se afligía Sara.
─¿Crees que
lo arrojará al bosque?
─Jamás se lo
perdonaría.
─Ni yo.
Despertaron
apenas asomó el sol. Se sentían muy ansiosos por saber del animalito. Presurosamente
fueron a la galería del patio, donde su tío desayunaba. Les habló antes de que
preguntasen algo:
─En una
semana estará como nuevo. Afortunadamente, no era tan grave.
─¿Dónde está? Queremos verlo ─saltaban de
alegría.
─En una
caja de cartón, junto a mi cama.
─Mamá dijo
que no te agradaban los animales ─comentó Mateo, encogiéndose de hombros.
Alberto soltó
una carcajada.
─Que no
tenga ninguno, no significa eso.
─También
dijo que, por su culpa, se escapó tu mascota: Don conejo.
─No se
escapó, para ser franco. Se lo llevó un animal salvaje.
─¿Qué
animal tan malvado haría eso? ─protestó Sara.
─Un zorro.
Sus huellas son inconfundibles.
Los niños
se miraron sorprendidos.
─Y a pesar de todo curaste a este cachorro
─Mateo casi no podía creerlo.
─Supongo que,
si a las personas no hay que juzgarlas sin conocerlas bien, tampoco a los
animales, ¿no?
─Mamá nunca
nos contó esa parte.
─Porque nunca
supo toda la verdad. Diciéndoselo, yo no ganaba nada.
─Ahora
entendemos que no tengas mascotas aquí, tío.
─Los
animales son parte de cada familia. Siempre tuve miedo de tener que pasar otra
vez por algo igual.
Finalmente,
un sábado a la tarde, Martha regresó a recoger a los niños. Ellos le hablaron
del animalito y también le contaron toda la verdad: el tío Alberto amaba a los animales,
y nunca volvió a tener mascotas por miedo a perderlas y sufrir nuevamente. Y al
enterarse cómo desapareció aquel conejo, Martha se tomó la cabeza con ambas
manos.
─Me ocultó
todo para que no me sintiese peor. Y todos estos años creyendo que mi hermano
ya no me quería.
─Pensaste
que él estaba molesto contigo ─dijo Sara.
─Y él,
viéndote distante, tal vez creyó que eras tú la que no lo quería como antes
─añadió Mateo.
Martha corrió hacia el interior de la cabaña,
donde encontró a su hermano acariciando tiernamente al cachorro.
─Hola,
Alberto ¿Tu nuevo amiguito?
Él la miró
con una enorme sonrisa, antes de decir:
─Tengo muchas
ganas de que se quede conmigo, pero debe volver con los de su especie.
─Los
animales tienen memoria y son muy agradecidos. Apuesto a que volverá a visitarte
─le aseguró Martha.
Mientras
los dos hermanos volvían a abrazarse luego de mucho tiempo, el zorrito daba
graciosos giros alrededor sin dejar de mover el rabo.