miércoles, 14 de diciembre de 2016

LA SEÑORITA LOUANE (CRÓNICAS URBANAS, VICEVERZA MAGAZINE, NEW YORK)

Todos los recuerdos tienen un destino: vienen a nosotros para algo. La señorita Louane ocupaba el cuarto más elevado, más pequeño y más perdido de aquella vieja casa para huéspedes de Talavera de la Reina (una especie de altillo pensado para trastos sin uso). Se la veía poco, o al menos yo la veía poco. Apenas utilizaba la cocina y el toilette (compartidos por todos los inquilinos). Me intrigaba la señorita Louane. Me intrigaba, sobre todo, ese aire de refinada aristócrata venida a menos. No era fea ni linda, usaba largos vestidos, negros, marrones o grises (pulcros y bien planchados), llevaba el cabello largo en un rodete color ceniza y zapatos con suela de goma (quizá para pasar desapercibida). Tenía unos enormes ojos verdes, como lunas verdes que sonreían pero, a la vez, contrastaban con su semblante serio que invitaba a no buscar conversación. No se detenía demasiado a charlar con nadie, apenas intercambiaba saludos de cortesía o breves comentarios sin importancia de la vida cotidiana; desde el principio la vi como fuera de aquel sitio, pensando en cosas que se hallaban a kilómetros de allí. Sólo un par de veces la vi sonreír; en la primera, yo llevaba un plato con tostadas a la mesa cuando pisé unas gotas de aceite con el talón: los enormes esfuerzos que hice para no caer y que tampoco cayeran las tostadas, sin duda tuvieron que resultarle divertidísimos. De pie junta a la puerta, reprimió una risita con la mano y desapareció por el corredor. Edgar, un joven estudiante peruano de medicina, me dijo que la señorita Louane era modista y escritora. También que era francesa y que llevaba mucho tiempo allí y que nadie le conocía familia ni amigos, y que con el tiempo me acostumbraría al repiqueteo de su máquina de escribir durante las noches. «Ella está esperando que una gran editorial la descubra», dijo Edgar aquella vez, alargando su cara redonda hacia mí, tiñendo la frase con un retintín. Una noche cercana a Navidad, en que la casa estaba desierta de huéspedes, la encontré (creyéndose sola) mirando la televisión en la sala de las visitas. Jamás advirtió mi presencia. Echaban un documental sobre Virginia Woolf. Unas letras blancas y grandes ascendían por la pantalla con suma lentitud: Parecen ustedes considerar que los escritores están hechos de una pasta distinta de la suya; que saben más sobre los hombres de lo que ustedes saben. Nunca hubo un error más fatal. Es esta humildad de su parte, estos aires de grandeza de la nuestra, lo que corrompe y castra los libros… Recostada, reconcentrada, quieta como una letra, la estudié unos segundos: su piel era sorprendentemente pálida, huérfana de cosméticos. No sé si fueron las cervezas y el desvelo, pero la encontré linda, y hasta le adiviné secretos eróticos. Di unos pasos hacia atrás, tosí, e hice como que recién llegaba. Se incorporó del sillón con electricidad felina, y me miró con sus dos lunas verdes y sobresaltadas. Me disculpé. Dijo que no era nada, se sentó y volvió sus ojos a la pantalla, algo incómoda, mordisqueándose la yema del dedo pulgar (un tic que más adelante tendrá sentido y significado). En situaciones así es indispensable decir algo; comenté que en ese canal yo había visto hacía poco un documental sobre Bram Stoker (en ese instante reparé en la copa vacía y en la botella de vino escarlata a medio terminar sobre la mesita). Como no dijo nada, añadí que me resultaba algo sumamente curioso que, en la literatura, los personajes malvados resulten más fascinantes que los buenos, y que tal vez nos interesaba su naturaleza, el saber cómo eran, para poder defendernos de su maldad. Entonces la señorita Louane, en un tono de abuela buena y joven, me preguntó si yo conocía a alguien que escribiera. Dudé. Responder que yo escribía y que incluso había publicado un par de libros me resultó inconveniente y presuntuoso, no sé por qué; opté por el halago: “claro que conozco a alguien; a usted”. Meneó la cabeza, sin enfado, pero tampoco complacida. «¿Y qué más le contaron nuestros vecinos? Tal vez que participé en algunos concursos y jamás gané uno, o que envié docenas de historias al New Yorker y nunca las publicaron». Esta fue la segunda vez que la vi sonreír. «Tales circunstancias no me desalientan. Es señal de que debo seguir aprendiendo. Por algo usted y yo no conocemos a nadie que escriba. Publicar un libro no es como jugar a los naipes, ¿no cree?». Comprendí, arrepentido, que era tarde para desdecirme. Bostezó, se puso de pie desarrugándose la falda. Le agradecí que hablara conmigo, haciéndole notar que era una persona más bien callada. «Creo que soy más útil viendo y escuchando», y escribiendo, añadí yo. «Y espero que publicando, algún día», dijo, apagó el televisor y se despidió antes de que alcanzase a pedirle algo suyo para leer. Fue la última vez que la vi. Por razones de trabajo tuve que regresar a Buenos Aires. Varios años después, seis o siete, cuando volví a Talavera de la Reina, la curiosidad me llevó nuevamente hasta la Avenida del Príncipe Felipe número 94 y toqué el timbre. La encargada no me reconoció; pude mentir que yo era el hijo de una clienta de la señorita Louane; me informó que había fallecido durante el invierno del año anterior, y se quejó de toda la humedad que se había juntado en aquel cuarto repleto de libros y papeles inservibles de los que tuvieron que deshacerse de la manera más fácil: el fuego. Pienso que mi cara debió ser de espanto, porque al instante se justificó diciendo que no había dónde ubicar todo aquello, que sólo juntaría ratas y cucarachas. Todos los recuerdos tienen un destino: vienen a nosotros para algo. En mayo de este año, en una renombrada librería de Buenos Aires, una muchacha -con todo el aire de una Marilyn Monroe morena- se acercó casi en puntas de pie a un viejo y reconocido escritor (al que yo debía entrevistar tras la presentación de su última novela). Nerviosa, emocionada, le pidió algunos consejos para convertirse, ella también, en una escritora “profesional” algún día. Él le sugirió algo que, no por ser sabido, deja de ser la verdad más grande: leer mucho y escribir mucho. Esta Marilyn porteña le dejó saber que esas dos tareas las realizaba meticulosamente, pero que su ambición era publicar (con una editorial más o menos grande, de las que pagan). Él le explicó que eso es ya más complicado, también le recordó que muchos grandes escritores pagaron para publicar sus primeros libros. El silencio de la muchacha fue también una pregunta: ¿Y usted, cómo lo hizo? El mudo interrogante flotó por unos segundos entre ambos, hasta que el viejo sabio murmuró, con un cariz de suficiencia disfrazada de auténtica revelación: a mí me vinieron a buscar. Le faltó agregar: por mi inigualable talento. Nunca, hasta ahora, me puse a meditar en la cantidad de veces que había escuchado esa misma frase. Con mis motivos apretándome los dientes, salté a la Avenida Santa Fe sin realizar aquella entrevista. Caminé un par de cuadras, fumando, recordando a la señorita Louane. Eran como las diez de la noche cuando, en la acera del frente, descubrí a Marilyn, como hipnotizada ante la vidriera luminosa de una librería (acaso soñaba con su nombre impreso). Crucé la calle sin saber para qué. Luego lo supe, cuando la tuve a unos pocos metros lo supe. Le diría que a ningún escritor lo van a buscar a su casa para publicarle sus primeras obras, aunque sea un genio, ni a su casa ni a la cola del supermercado ni al bar donde beben (las editoriales están hechas para ganar dinero, no para cambiar la historia de la literatura, lo que no está nada mal). Que ninguno de ellos tiene la fórmula de la Coca Cola, ni sabe dónde estuvo la Atlántida y mucho menos lo que sucede en el Triángulo de las Bermudas, aunque actúen como si lo supiesen. Me sentía con las agallas suficientes como para invitarle un café y hasta de hablarle de la señorita Louane, y entonces le aconsejaría –paternal- que no pierda su tiempo ni su vida esperando que la vayan a buscar, que cada escritor hace su camino como puede, construye su éxito (lo que sea el éxito) de una manera diferente: un golpe de suerte, una recomendación, un buen contacto, ser perseverante, no desistir nunca, construir amistades que puedan ayudar, ir tras un agente literario de los auténticos… Y con mucho énfasis le aseguraría que sólo a los conductores de televisión van a buscar para publicarles un primer libro, o a los deportistas exitosos e imberbes youtubistas, y que si a ella le tocan el timbre alguna vez, será cuando ya no lo necesite ni le interese. Mientras me acercaba a Marilyn pensé en el tendal de escritores frustrados que había dejado esa frase: a mí me vinieron a buscar. Cuando estuve a su lado fingí mirar los libros con interés. En cierto momento nuestros ojos se encontraron en el nítido reflejo de la vidriera; los suyos eran marrones, pero debido a la colisión con las luminarias ahora me devolvían una mirada verde, algo melancólica (tristeza a fuerza de esperar). No atiné a decir nada. Literalmente, me petrifiqué. Empezó a soplar un viento helado que nos alborotó los cabellos. Necesitaba moverme. Saqué el viejo zippo de mi abuelo y cubrí la llama haciendo un hueco con una mano. Di un par de pitadas desganadas, automáticas. Giré mi cabeza y observé que Marilyn mordisqueaba la yema de su dedo pulgar. Lo que siguió fue verla alejarse por la espaciosa avenida Santa Fe, entre bocinas de automóviles y luminosas marquesinas, con andar lerdo, desenfadado y paciente… Penélope moderna en busca de su propia Odisea.

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