La sabiduría popular aconseja, sabiamente, que para hacer una carrera destacada (en cualquier campo) es conveniente acercarse a una persona de renombre (en la materia que nos concierne), alguien a cuya sombra poder crecer, desarrollarse y, tarde o temprano, sobresalir. Esta persona nos aconsejará, hará que nuestro camino hacia el éxito sea más breve (como un microrrelato), nos proporcionará contactos por demás interesantes y, en el mejor de los casos, nos abrirá puertas que, sin su apoyo, nos resultaría imposible de abrir. Y así sucede que el aspirante al estrellato pasa a ser, de la noche a la mañana, una especie de discípulo. Pero lo que no debe olvidar el discípulo es aprenderse de memoria los grandes logros de su maestro (con fechas precisas), sus grandes obras, sus éxitos... ¿Para qué? Pues, hombre, para palmearle la espalda al maestro y recordárselo permanentemente, para que no quede ninguna duda de que lo idolatramos. Llegado este punto, las invitaciones a ciertas reuniones, copetines y presentaciones de libros estarán garantizadas casi de por vida. Estrecharemos las manos de personas notables que, de otra manera, nos hubiesen ignorado por completo. Eso, sí, siempre hay que tener una frase inteligente, alguna fina humorada para lanzar en algún momento oportuno, algún que otro halago... Cuesta creerlo, pero un gesto así nos convierte en personas interesantes y queribles en cuestión de segundos, y eso facilitaría en mucho nuestra veloz carrera hacia el éxito... A esta altura yo me pregunto: ¿Está mal proceder así? Me respondo que quizás no. No, cuando la admiración hacia el maestro es sincera, cuando apreciamos y valoramos lo que hace, cuando sentimos que nuestra alma (si acaso la tenemos) está hermanada con la de él. Tampoco es cuestión de andar por la vida comportándonos como hipócritas. Porque la hipocrecía, tarde o temprano, muestra sus hilachas. Muestra sus hilachas, sobre todo, cuando el maestro ya no está, cuando nuestro comportamiento, frente a su ausencia, no se condice con todo el circo de halabanzas que habíamos montado a su alrededor. Pero lo peor de todo, para quien así se comporta, es caer en la cuenta de que el maestro no era ajeno a la falsedad del discípulo. Se daba cuenta, y sin embargo le seguía brindando lo mejor de él. David querido, vos sabías mucho, y ahora estás en un sitio donde lo sabés todo. Aquí concluye mi texto, nacido quizás de la bronca. Yo sé que vos los perdonas. Hasta siempre.
viernes, 12 de noviembre de 2010
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7 comentarios:
No conocí a David. Sólo por referencias y, desde luego, por su obra. Me duele un poco no estar más triste estos días. Creo que es porque estar más triste habría significado, que no es poco no te creas, haberle conocido más y mejor.
Un abrazo, Orlando, si sirve de algo.
interesante, me tomo alguna frase para las neuronas
Pues me uno a tu micro desahogo...será que yo también me ahogo últimamente. un abrazo Orlando.
Querido Jesús, sin ninguna duda, el sólo hecho de conocer a David hacía que fuese imposible no quererlo. Gran abrazo.
Mi estimado amigo Garrido, mil gracias por pasarte por aquí y detenerte un momento.
Marisa querida, de los ahogos se sale escribiendo lo que sentimos (en el caso de los escritores) pero también sacando la cabeza fuera del "agua". Ojalá mejoren todas tus cosas. Gran abrazo.
Desde luego, a él le habría encantado tu pieza de homenaje, tan cruda y verdadera al mismo tiempo.
Más besos, Orlando
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